Se acerca el carnaval, y con permiso de los carnavales de Cádiz y Tenerife, unos de los más famosos son los carnavales de Venecia. Uno de los disfraces más populares con el que los venecianos suelen vestirse en estas fechas es el del famoso Dottore della Peste. En este disfraz, el elemento más llamativo es su máscara, que se asemeja a un largo pico de pájaro.
El origen de este peculiar disfraz se sitúa en la epidemia de peste que sufrió la República de Venecia entre los años 1575 y 1577. Por aquel entonces, se pensaba que la peste se contagiaba por vía aérea, y que la enfermedad penetraba en el organismo a través de los poros de la piel, por ello los médicos vestían estas llamativas máscaras, cuyo pico se rellenaba con hierbas aromáticas, las cuales también protegían los ojos a través de unos visores de cristal. La indumentaria que dio origen al peculiar disfraz de nuestros días, se complementaba con un sombrero de ala ancha, guantes de cuero y un abrigo de cuero encerado que cubría el cuerpo del médico hasta los tobillos.
Estos médicos debían de tener un miedo relativo a la enfermedad ya que, con su vistosa máscara y su aparatosa vestimenta, se consideraban protegidos de la enfermedad. Sin embargo, aquellos primitivos galenos no tenían la menor idea de que toda esta parafernalia les servía de bien poco como escudo protector frente a la tremenda epidemia que asoló toda Europa.
El principal error de estos médicos era que el conocimiento científico propio de aquella época estaba a años luz de comprender cómo se propagaba a ciencia cierta la epidemia. Desafortunadamente este vacío de conocimiento, este error, lo pagaron bien caro cientos de millones de personas en todo el mundo.
En esencia, la indumentaria del Dottore della Peste, la cual reproducimos hoy en día a modo de disfraz, era un conjunto conformado por varios Equipos de Protección Individual (EPI). No nos cansaremos de repetir que el primer paso para seleccionar un EPI es conocer sin ningún género de dudas la naturaleza del peligro, cuáles son sus vías de entrada al organismo, cuál es la magnitud del riesgo, cuánto dura la exposición al riesgo, en qué condiciones ambientales se producirá esta exposición, cuáles son las particularidades de la/s tarea/s que deberán desarrollarse durante la exposición al riesgo, etc. Sin esta información cualquier usuario de EPI, estará tan indefenso y expuesto al peligro como aquellos médicos, y para agravar la situación, tendrán la falsa sensación de seguridad que debían tener aquellos galenos.
Otra de las carencias que pagaron carísima aquellos Doctores de la Peste era que se vestían de esa guisa haciendo un grandísimo acto de fe en acerca del nivel de protección que ofrecían la máscara, el traje y los guantes. En aquel entonces, la salud y la seguridad en el trabajo necesitaba aun de unos cuantos siglos de evolución para tomar conciencia de que es necesario tener un gran nivel de evidencia científica acerca de la efectividad de la barrera que suponen los EPI frente a los riesgos frente a los que deberán enfrentarse los trabajadores.
Por último, y por ello menos importante, y aun suponiendo que el conjunto de EPI constituyese una barrera efectiva frente a la peste (lo cual es mucho suponer), es fácil imaginar las jornadas maratonianas a las que se tendrían que enfrentar los médicos venecianos en las islas-hospital del Lazaretto. En dichas condiciones, esa pesada indumentaria de cuero, junto con una máscara que no debía permitir la exhalación del aire lo que se dice bien, tenía que constituir lo más parecido a una tortura medieval a la que un médico de aquella época podía exponerse. Por lo tanto, tampoco es difícil imaginarse a nuestros estimados héroes del S. XVI retirándose la máscara de vez en cuando para poder respirar, o para poder ver a través de los oculares empañados; abriéndose el abrigo de cuero para no sufrir un colapso; o quitándose los guantes para poder realizar algún reconocimiento particularmente difícil. En todos estos casos, la dudosa efectividad de la barrera que constituían los rudimentarios EPI que utilizaban aquellos venecianos, se iba directamente al garete, exponiendo con mucha más rotundidad al médico a la terrible epidemia.
Es cierto que desde entonces se han realizado avances astronómicos en materia de salud, higiene y seguridad en el trabajo. Sin embargo y pese a ello, tampoco es extraño encontrarse casos de trabajadores que hoy en día a la hora de ponerse un EPI, en lugar de protegerse, se disfrazan (a menudo, y por desgracia, sin ser conscientes de ello). Se disfrazan porque, en muchas ocasiones, se cometen los mismos errores que cometían los doctores de la peste, y de igual modo, suelen hacerlo inconsciente y desafortunadamente.
Así, en muchas ocasiones se hace uso de un EPI sin que se haya comprendido, estudiado y evaluado de forma precisa la naturaleza y magnitud del riesgo frente al que habrá que proteger al trabajador (seguro que muchos Inspectores de Trabajo ven reflejada esta situación en su día a día), quedando expuestos al peligro a la vez que se tiene una falsa y macabra sensación de seguridad.
Del mismo modo es alarmantemente sorprendente el número de casos en los que se hace uso de EPI que no están debidamente certificados para cubrir los requisitos esenciales de salud y seguridad que marca la Directiva 89/686/CEE, por lo que el usuario, al ponérselo hace un acto de fe muy parecido al que hacían los médicos del Lazaretto. Por decirlo en un lenguaje llano, el utilizar un EPI que no está debidamente certificado es como jugar a una macabra lotería en la que nunca sabes cuándo te tocará el viaje de ida al hospital.
Y también por último, y no por ello menos importante, debemos recordar que el EPI deberá ser utilizado por el trabajador durante toda la exposición al riesgo, ya que de otro modo se verá expuesto a éste en toda su magnitud. Por lo tanto, el EPI deberá seleccionarse de forma que se adapte a las características de la tarea a realizar y a las particularidades del trabajador.